domingo, 24 de abril de 2011

Vivimos en una sociedad donde impera la mentalidad sacrificial, vaya que sí. Citaría a Pollán, pero no recuerdo bien sus palabras al respecto, y no me gustaría dejarle mal poniendo en un boca cosas que él no dijo; aunque sí usaré su término. Realmente, a lo que se ajusta ese término, es a vivir sufiendo o sacrificándose, para poder conseguir una recompensa ulterior. Piensen en el cristianismo, y tendrán la idea. Yo lo que quiero decir es eso, pero no.

Pensamos que si nos sacrificamos, que si perdemos algo que consideramos bueno o beneficioso para nosotros, vamos a obtener algo mejor. Nos reprimimos. Fingimos. Hacemos cosas perjudiciales para nosotros mismos. Pensando, que si hacemos eso, todo irá mejor, conseguiremos mejores cosas, o seremos más fuertes, o mejores personas.
¿Qué sentido tiene? Ninguno. Es otra de las gilipoyeces humanas. La autoperfección es tan absurda como la autodestrucción. Hacer esto para conseguir esto otro. Tocar fondo para subir. Mantenerme siempre en la cima. Dejar de ser mediocre. Descender a lo más profundo del abismo. Para, para, para.
¡Así como si el mundo fuese previsible! ¡Como si uno controlase su propia vida y fuese dueño de sí mismo!
La vida es así; salvaje y sin riendas.

Y que nadie es bueno o malo, o peor o mejor. Somos todos la misma carne rellena. Y nadie es especial.
Una amiga me dijo: Cuando hablo con alguien que ha leido el mismo libro que yo, o visto la misma peli, y le ha entusiasmado tantísimo como a mí, siempre me siento una mierda. Me doy cuenta de lo fácil que es que una persona que no me conoce de nada, me llegue a lo más hondo y me fascine, y que no sólamente me pase eso a mí, si no a la mitad de planeta. Y eso me hace pensar en lo poco especial que soy.

Pienso que tiene toda la razón.

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