02

sábado, 21 de agosto de 2010

Buenas días, tardes o noches:
Mi cordial saludo a los presentes, y un aplauso a los ausentes. Escribo esta carta con motivo de no haberlo. No hay ni razones ni excusas. Ni vencedores, ni vencidos. Sólo una serie de catastróficas desdichas que han esparcido mis vísceras por todos lados, ensuciando mi ropa, mi piso, y mi esperanza.
Y es que me han asesinado. Sin ni siquiera darme a tiempo a prepararme mejor entierro que estas palabras.
Empecemos por el principio del final.
Todo comenzó cuando unos estúpidos me vendieron una cama defectuosa.  Me dijeron que al módico precio de mi voluntad, yo sería capaz todos los días de soñar con libertad, cualquier cosa que se me antojase. Que en ellos podría hacer todo lo que me apeteciese. Viviría aventuras descabelladas, y vería mundos maravillosos. No necesitaron muchos argumentos más para convencerme. Yo era joven, y pensaba aún que el cielo y la vida eran azules.
Así que la compré. Y me vendí.
Y aunque al principio era guay toda la historia esa de soñar, el somier no duró más de un par de semanas. La almohada se volvió dura como la piedra. Y el colchón arenas movedizas. Descubrí que sin voluntad, sólo podía soñar lo que otros ya habían soñado. Y peor aún, que ni siquiera había sueños que tener. Que todos los caminos estaban escritos. No por un destino, sino por los Señores de la Inmoviliaria. Podías elegir entre el 'amplio' (suficientemente amplio como para que la gente que no era dada a abrir los ojos creyese que en realidad la cama se la había regalado, y no había pagado nada por ella) abanico que ellos te ofrecían. Pero si querías algo más, nunca lo conseguirías. Porque lo especial, la libertad de hacer lo que de verdad quisieras, ya no la tenías.
La habías vendido.

Con el tiempo, otro catálogo llegó a mi casa. Me ofrecían una lámpara. Alardeaban que con ella podría iluminar mi piso cuando cayese la noche. Podría ver muchas más cosas de las que había visto hasta ahora. Una lámpara ya no era un mueble rudimentario como la cama que me habían vendido hace meses: era progreso, ciencia. Y al mismo tiempo, era también una luz que guiaría mis pasos si no sabía por donde ir. Que no tendría que temer más la oscuridad: era Dios.  Y el precio a pagar, mínimo, ¡baratísimo! Mi inteligencia.
Así que la compré, y me vendí.
Al principio estaba bien eso de la comodidad. No tener que tambalearme entre la oscuridad, y llegar a los sitios a base de golpes, sino fácilmente presionando un botón, por arte de magia, por arte de 'otros'. Pero pronto descubrí que era lámpara nunca se apagaba. Que fuese de día o de noche, vertía su luz cegadora sobre mí. Que en el momento en que dejé entrar la luz en mi vida, perdí mis tinieblas de hombre. Que los Señores de la Inmoviliaria lo harían todo por mí, me lo darían todo masticado. Pero yo ya no podría masticar por mí misma nunca más. Podía creer en una cosa, o en la otra, pero en el fondo, las dos eran lo mismo. Las dos caras de una moneda. Las dos caras de la misma cosa.

Y así, sin voluntad ni inteligencia, empecé a ser más un muñeco que una mujer.


[No me encuentro tan inspirada como anoche. Así que ya continuaré esta carta a nadie, cuando convenga. Y todo el que se acerque sabrá porque morí, y quién me mato.]

0 comentarios: