Cheese

martes, 9 de noviembre de 2010

Del Gruyere. Toda yo.

Y allá va el mayor sin sentido jamás pensado, y una vez, escrito:

No soy mujer de escritura últimamente. 
Prefiero dejarme el corazón viviendo en el frenesí del día a día que en gastadas expresiones o polvorientas palabras que ya apenas dicen nada, a nadie. 

Tengo cosas que decir, sí. 

Pero son cosas silenciosas, de las que son absorvidas por la cardíaca esponja de mi agotado pecho, que no llegan a plasmarse en ningún sitio. Aunque nunca mueren, ¿sabes?
A veces hace calor dentro de mí. Y las gotas de recuerdos, se evaporan. En esa forma ascienden, raudas, sin saber lo que les espera. En mi cabeza nunca hace calor; es un vivo témpano de hielo. Se condensan instantáneamente, porque nunca tengo tiempo para ellas, demasiado atareada en otras cosas. Y allí esperan, congeladas, hasta que el calor vuelva.
Y vuelve. Siempre de mano de otras personas. O de un libro. De un paisaje. O por una película. De un beso, o un aroma. De una mirada, o de ninguna. O de una palabra. O de dos.
Y siempre golpea la segunda vez más fuerte. Derretidas mis memorias, a menudo, esto es lo que sucede:
Forman torrentes. Torrentes que no se sosiegan en ríos. Torrentes que salen a borbotones, humedeciendo mis ojos claros. Y recorren valles epiteliales.
Pero algunas se quedan dentro, y se disuelven en mi sangre. Cierran el ciclo, vuelven a su origen. Pero más claras, y distintas, puras y cristalinas. Inundan mis venas y arterias, y yo las siento. Y cuando me han bañado el alma, cuando ya no me siento sucia, reposan donde siempre. 

Y nunca se plasman. Me da algo de pena.
Espero poco a poco poder ir dando cuenta (escrita) de ellas.

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