Marina

martes, 27 de julio de 2010

Mi amigo Óscar es uno de esos nobles sapos que prefieren ser juglares de una princesa imposible a que los bese una buena dama y los convierta en príncipe.

Cuando se sube a su corcel, no hay quien lo baje, hasta que no llega a donde quiere. Sabe lo que piensa, y no piensa lo que dice. Es un hombre de grandes palabras, que a menudo infla tanto que le explotan en las manos. Pero eso nunca le importa.
Cree que con una sonrisa todo se arregla, y no se equivoca. Piensa que puede darme un beso y que a mí no me importe. No sabe que el mundo se mueve porque me mira, y que yo no le miro, porque me muero. Me pide lo que no tengo, y logra que se lo dé.

Todas las noches, desde que le conozco, espero siempre a Óscar en mi balcón.
Se ha propuesto subir a mi torre y no desistirá en maneras de intentarlo. Pero suele cargar mucho peso a sus espaldas, y eso le retrasa en ocasiones. A veces de tan noble, parece tonto.
Pero él, sin dejar de sonreir, dice en silencio que esa es su virtud.
No quiere trepar por mi cabello porque teme hacerme daño. Sabe que es el camino más rápido, pero siempre lo rehusa. Prefiere llorar sangre a verme triste; dejarse la piel entre las hostiles piedras y la intrincada escalada, a que yo sufra.
Pienso que lo sencillo, sencillamente, no le va, desde el día en que se enamoró de mí.
Es uno de esos locos pensadores que no deja de hacer planes e inventar mundos para mí, aunque sabe que no puedo bajar a recogerlos. Aun así, me los manda en pompas de jabón hacia arriba, y aunque muchos no llegan la efímera vida de éstas, él está seguro de que podré verlos en sueños si pienso que existen realmente. Por eso siempre me pide una cosa, que no dude. 

Es el mejor amigo que nunca he tenido, y si alguna vez logra llegar aquí arriba, se lo haré saber.

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